Francisco Pereira
Doctorado de Filosofía UAH
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El libro más reciente del doctor en filosofía de la Universidad Alberto Hurtado Francisco Pereira pone en debate el antiguo dilema de su disciplina: la percepción. ¿Qué es lo que vemos y cómo lo vemos? En esta conversación hablamos del impacto de esta publicación y, de manera más personal, por qué la filosofía fue tan relevante en el ejercicio de construir su identidad.
por Carmen Sepúlveda
Los filósofos actuales se ven muy distintos a los estereotipos que tenemos de aquellos de la antigüedad: personas mayores, con barba y mirada perdida. Francisco Pereira, académico de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UAH, no usa barba, tiene pelo negro y es muy joven: tiene solo 48 años y una obsesión por la percepción.
Francisco es especialista en áreas de la filosofía de la mente, filosofía de la percepción y epistemología con estudios de la filosofía del lenguaje e historia de la filosofía moderna, con énfasis en el pensamiento de uno de los más grandes filósofos británicos, David Hume. Hume es reconocido porque postuló que todas nuestras ideas y contenidos mentales legítimos o bien fundados tienen, una vez analizados, su origen último en la experiencia.
De este filósofo, Pereira rescata su antiintelectualismo y su antidogmatismo. En el primer caso le interesa dar cuenta del carácter animal, automático e incluso inconsciente de muchos de los procesos mentales que nos llevan a creer. Respecto del antidogmatismo rescata lo que podríamos denominar un principio de “humildad epistemológica”, es decir, de prudencia y moderación al intentar utilizar en nuestros argumentos cuestiones que parecen sobrepasar los límites de la experiencia.
En su último libro “Ver no es creer. Sobre el rol de los conceptos en la experiencia visual”, publicado por editorial Gedisa, hay una dosis de estas dos cuestiones. Es una propuesta antiintelectualista porque sostiene que podemos ver el mundo y experimentarlo conscientemente sin la necesidad de implementar conceptos como eventualmente lo harían muchos animales no humanos. Y es antidogmático en el sentido de que se nutre de la investigación empírica a la hora de establecer conclusiones filosóficas.
Su camino profesional no fue directo a la filosofía. Se inició en arquitectura en la Universidad Católica y luego en periodismo en la misma universidad. “Entré a arquitectura con la intención de complementarla con filosofía y al año me di cuenta que mi pasión era más bien teórica. Así que decidí renunciar y entré a periodismo con la intención de complementarlo luego estudiando filosofía. Me interesaba el área de periodismo de investigación documental y me titulé”.
—¿Cómo es el paso del periodismo a la filosofía?
—Es bastante simple. En el colegio, desde primero medio, tenía clarísimo que quería estudiar filosofía. No sabía que uno podía dedicarse profesionalmente y tampoco tenía ninguna noción de la existencia del mundo académico como una actividad de la cual uno pudiese vivir. Entonces, el año 94 entré a periodismo e inmediatamente tomé ramos de filosofía y terminé mis estudios. En 2000 realicé todos los cursos que me quedaban de la malla de filosofía, además de la tesis, y después de la práctica profesional nunca más volví a ejercer el periodismo. Al terminar ambas licenciaturas a inicios de 2001 viajé a Inglaterra donde realicé una maestría y luego un doctorado en filosofía.
—Pero cómo tan chico decidió dedicarse a la filosofía. ¿Qué gatilló ese clic?
—Fui criado en un ambiente familiar bastante tradicional y educado escolarmente en un entorno extremadamente conservador. Creo que encontré en la literatura y en la filosofía herramientas para cuestionar lo que me estaban enseñando y forjar mi identidad. A veces entiendo este proceso como reacción antidogmática. Mi clic fue más bien vital, por decirlo así. De alguna manera la filosofía me ayudó a situarme y tener una identidad frente a una visión de mundo que, intuitivamente, en ese momento, a los 14 años, no compartía y que terminó siendo la mía personal. Así que más que una suerte de enamoramiento teórico con algún filósofo en particular, o por alguna doctrina, lo que me motivó fue precisamente buscar posibilidades para contrarrestar la información que yo estaba recibiendo. Ese fue el punto de inicio de inquietud más bien crítico que me llevó a la filosofía.
—¿Qué queda de la formación periodística en su rol actual?
—Quizás el único legado que rescato de mi formación periodística y que puede tener un impacto en mi carrera como académico del área de la filosofía es la conciencia que tengo de los plazos, de los límites y de las fuentes. Cuando escribo un artículo o cuando hago una investigación soy sumamente pragmático, tengo una especie de línea de trabajo y sé que los recursos temporales y materiales son limitados y tomo decisiones súper concretas de cuándo detenerme y cuándo empezar a escribir y cuándo todo va estar listo. Así como haciendo una metáfora, tengo conciencia de que el cierre es el fin del trabajo de prensa y uno tiene que utilizar las fuentes que alcanzó a tener y dar lo mejor de sí sobre la base de esa información, siendo muy responsable. Lo mismo en la escritura de artículos académicos y en las direcciones de tesis. Yo les digo a los estudiantes que tienen que terminar esto en tales días, sentarse a escribir y reunirnos la próxima semana con el avance porque no es relevante que con una tesis de licenciatura quieran solucionar los grandes problemas de la filosofía. También les digo que hagan algo acotado y pequeño y ojalá con un tema que esté de alguna manera candente, porque eso te va a permitir ganar becas y tener financiamiento y seguir adelante en la carrera académica, si te interesa. Demorarse años y años no vale, porque hay que satisfacer requerimientos de investigación asociados a la obtención de fondos en tiempos y plazos limitados, y hay que tener esa prudencia para compatibilizar la exigencia pragmática con el gusto personal, la profundidad y la investigación.
—Hablando del libro, ¿por qué la filosofía de la percepción contemporánea genera tanto diálogo?
—Yo te diría que es un área temática que se consolida con un nombre y una perspectiva curricular hace unos 20 años. Indudablemente en la filosofía, la percepción, estrictamente hablando, siempre ha existido desde los presocráticos en adelante por una razón muy simple: la percepción sensible es una de las fuentes de conocimiento más básicas. Entonces, cualquier tratado serio tiene que acudir a la experiencia sensorial o a la percepción sensible como un tema central. Y a mediados del siglo XX surge una preocupación más específica. Diría que en los 90 aparecen las primeras mallas curriculares en universidades extranjeras, sobre todo en el mundo angloamericano, que se llamaba Philosophy of Perception, que en realidad es una suerte de confluencia entre teoría del conocimiento, metafísica y filosofía de la mente. ¿Por qué? Porque la experiencia sensorial básicamente es una de las fuentes de justificación de nuestras creencias y además siempre ha sido fundamental preguntarse acerca de la naturaleza de los eventos o estados mentales de índole perceptual o sensorial. Ya sea consciente o inconsciente es crucial preguntarse cuál es la interacción que existe entre la percepción, la cognición, entre las creencias y otros estados mentales. Esta confluencia de ramas disciplinares de pronto hace que haya un interés particular y surgen compendios, conferencias internacionales incluso en los últimos años y esto es muy interesante. Surge un diálogo entre diversas tradiciones: ya no era simplemente una agrupación de los filósofos de la mente angloamericanos por decirlo así, o de los fenomenólogos alemanes o teóricos franceses herederos de la tradición de Merleau-Ponty por separado, sino que se comienza a dialogar y surge algo muy fructífero que está en desarrollo. Hoy en día las últimas publicaciones que han impactado a la comunidad filosófica tienen que ver justamente con tratados filosóficos empíricamente informados, y eso es sumamente importante en mi disciplina. O sea, ya no se trata simplemente de reflexionar acerca de la percepción y cuáles son sus características desde la perspectiva de la primera persona, por decirlo así, de la vivencia o la subjetividad, sino que, estrictamente hablando para cualquier tipo de consideración seria hay que ir a la psicología del desarrollo, a la psicología cognitiva, a la neurociencia y evaluar estos distintos niveles. Entonces hay que estar en constante diálogo con eso. Es una disciplina que se ha posicionado como algo fundamental y hoy uno sí se puede presentar como filósofo de la percepción, algo inconcebible hace solo unos 20 años.
—¿Qué propone en este libro en cuanto a las nuevas maneras de pensar la percepción?
—En publicaciones anteriores me preocupé de manera obsesiva de estudiar cuáles son las cosas en común y las diferencias que existen entre precepciones exitosas, ilusiones y estados alucinatorios. Me dediqué a investigar si había algo en común entre estas tres clases de experiencia que desde la perspectiva subjetiva tienen características en común, pero también diferencias que permiten disociarlas, ya sea desde una perspectiva psicológica, epistémica o incluso neurofisiológica. Me pregunté cuál es la naturaleza de la percepción exitosa y si la podemos diferenciar de las experiencias engañosas como, por ejemplo, las ilusiones.
Lo que hago en este nuevo libro con este título provocativo “ver no es creer” es una crítica a la idea o eslogan de que el “ver” debe comprenderse como algo análogo al “creer”. Esto es algo que está presente no solo en la filosofía de la mente, sino también en el mundo de las artes visuales o incluso en las disciplinas científicas donde en ocasiones se asume que la observación está cargada teóricamente, es decir, donde se piensa que las formas intelectuales de comprender el mundo alteran no solo lo que vemos sino también el cómo lo vemos. ¿Cómo hago esto? Evaluando evidencia que sugiere que las experiencias visuales o la forma en que representamos visualmente el mundo es diferente al modo en que lo aprehendemos intelectualmente a través de la creencia. A mí me puede parecer como si hubiese un charco de agua en el desierto debido a ciertas propiedades del entorno, a pesar de que efectivamente no crea que este es el caso.
—¿Qué le perturbó de esta idea de “ver es creer”?
—Primero, que había una sobreintelectualización del rol que cumplían aspectos cognitivos en la experiencia sensorial. Segundo veía altamente problemático que los conceptos que utilizamos fueran tan relevantes, llegando incluso a plantear situaciones en que, ante el mismo estímulo, personas con trasfondos conceptuales diferentes vieran cosas distintas. A mi juicio es fascinante observar, por ejemplo, la continuidad que puede existir entre las experiencias de adultos lingüísticamente competentes y las clases de experiencias conscientes que puede tener un infante prelingüístico, o incluso un animal no humano superior. A mi juicio hay ciertas cuestiones que tienen que ver con la percepción que están tan ancladas ontogenética y filogenéticamente que es muy poco probable sustentar una teoría que diga que esos niveles de procesamiento de la información perceptiva puedan ser modificados simplemente por creencias o por el aparato conceptual.
Detrás de la motivación del libro está esta idea de que hay niveles básicos de la percepción que compartimos con niños y animales no humanos, y que hay una capa posterior que tiene que ver con el rol que le damos a los conceptos o a las creencias.
—Para entender, ¿cuáles son las preguntas fundamentales que responde?
—La pregunta fundamental que responde el libro es si ver es creer o no y responde por separado tres posibilidades. Si ver es literalmente creer, la respuesta del libro es no. Si ver es una suerte de disposición a creer, la respuesta del libro es no. Si son los contenidos conscientes de las percepciones, la forma en que representamos el mundo a nivel perceptual, de la misma clase que los contenidos de las creencias, aquí el libro es radical y responde nuevamente no.
—¿Entonces la respuesta es un no en sus tres formulaciones?
—El libro lo que hace es disociar en algún nivel la percepción de la cognición y abrir una nueva pregunta: la experiencia y la conciencia animal. El texto presenta a la experiencia humana en algún sentido básico como un equivalente a la experiencia animal. Y en este punto la historia de la filosofía siempre ha dicho que no es así. Lo que hago es reivindicar el rol que tiene la experiencia en los animales al interior de la filosofía de la mente y al interior de la metafísica filosófica y decir: hay muchos más elementos en común de lo que creemos en los niveles básicos de representación consciente de un animal no humano y un humano. Es un proceso de desarticulación de los delirios intelectualistas de la filosofía que ya había denunciado Hume cuando habla de la razón en los animales o del rol del instinto y la costumbre en la filosofía.
—Parte de la publicación recopila mucha información en español que lo hace accesible a los alumnos de pregrado. ¿Por qué era tan importante este punto para usted?
—El libro comprende tres grandes fases. Primero explica la tradición, lo que entendemos los filósofos por “concepto” y por “representación”; luego se evalúa por qué es tan seductor pensar que hay un estrecho vínculo entre el ver y el creer. Y la última fase es demostrar que los argumentos filosóficos y psicológicos, que normalmente se han entregado para sostener la tesis conceptualista, no son concluyentes, en el sentido que hay propuestas filosóficas alternativas que son consistentes con la evidencia empírica que existe, y hay una serie de investigaciones empíricas que contradicen las propuestas filosóficas acerca del rol de los conceptos en las experiencias. Po otro lado, una de mis intenciones primarias es poner a disposición de un público académico y de los estudiantes de pregrado y de postgrado un tratado sistemático y actualizado de la literatura sobre estos tópicos en español, porque toda la literatura sobre estos temas está en inglés y yo lo viví en persona, cuando quise muchas veces enseñar estas discusiones en cursos y no podía hacerlo porque no había literatura en español y era un dolor de cabeza conseguirlos. Y una intención secundaria era defender mi propio punto de vista sobre este tipo de cuestiones que sigo investigando en mis Fondecyt.
—¿Qué le han dicho sus pares?
—Ha tenido buena recepción, teniendo claro que mi intención es tomar en cuenta y evaluar críticamente una tradición muy específica de la filosofía de la percepción que se llama “conceptualismo”, la cual posee compromisos muy fuertes. Recibí una excelente evaluación en una reseña publicada en la revista Crítica, publicación que destaca en el ámbito hispanoamericano. Esta reseña la escribió el destacado filósofo Daniel E. Kalpokas quien a pesar de defender el bando opuesto tuvo elogios para mi propuesta. Él ciertamente cuestiona algunos de mis argumentos, pero al mismo tiempo me tira flores y rescata el hecho de que se haya puesto a disposición del público de habla hispana un debate clave, además de ofrecer una lectura original sobre el tema. Mucha gente me ha escrito y me ha pedido el libro, de Argentina, Colombia, España y México, lo cual es motivante. A nivel técnico falta aún que salgan más críticas como para tener una lectura más adecuada.
—¿Qué le diría a un chileno medio si le pregunta para qué sirve esta investigación?
—Le diría que la percepción visual no solo es una fuente de conocimiento fundamental, sino algo que determina nuestra experiencia consciente día a día. Los aspectos cualitativos y subjetivos de nuestras experiencias son parte esencial de nuestra vivencia como seres humanos y lo que yo hago en este libro es precisamente reflexionar acerca de la naturaleza de estos estados o eventos mentales. Asimismo, le diría que reflexionar acerca del rol de los conceptos o la cognición en la experiencia es importante si deseamos ver hasta qué punto la forma en que observamos e interactuamos con la realidad está permeada o no de elementos cognitivos o intelectuales, como pueden ser los conceptos o las creencias que tenemos. Esto es algo que en este momento sigo investigando en un nuevo proyecto Fondecyt. Incluso si ver no es literalmente creer, vale la pena investigar en qué sentido estos estados mentales diversos como las creencias o los afectos pueden afectar la forma en que experimentamos el mundo. ¿Un radiólogo experto y un novato ven exactamente lo mismo al evaluar una radiografía? ¿Un enólogo y alguien que nunca ha tomado vino tienen la misma clase de experiencia al disfrutar de un Cabernet Sauvignon? ¿Teóricos de disciplinas diferentes ven lo mismo al observar un fenómeno? Si la respuesta es positiva, hay que explicar por qué no parece que así fuera. Si la respuesta es negativa hay que evaluar si la diferencia radica en la forma en que representamos visualmente el mundo o si simplemente juzgamos o creemos cosas diferentes en base a lo mismo. Es un tema fascinante que eventualmente tiene consecuencias, por ejemplo, en temas tan contingentes como los sesgos implícitos (racismo, clasismo, etc.) o en la posibilidad misma de ver (literalmente) propiedades altamente sofisticadas como las emocionales (ver que una persona tiene miedo) o las propiedades morales (ver que una acción es buena o mala).
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