María Soledad Zárate
Académica e investigadora del Departamento de Historia de la UAH
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El libro de la académica e historiadora del Departamento de Historia de la UAH, María Soledad Zárate, y publicado por Ediciones Universidad Alberto Hurtado echa por tierra la creencia popular de que las mujeres no trabajaban. No solo salían a trabajar: también se organizaban y eran autónomas. por Carmen Sepúlveda
En el mundo de los historiadores e historiadoras existe la creencia de cierta imposibilidad de contar la historia de los trabajos de las mujeres del siglo XX, ya sea porque no existen las fuentes o bien porque la historia está contada por hombres. Pero para la académica e investigadora del Departamento de Historia de la UAH María Soledad Zárate eso no es verdad: “Cuando uno se propone un proyecto como este lo que está haciendo es releer fuentes tradicionales y por supuesto buscar fuentes nuevas. Lo que pasa es que hay que ir a buscarlas y construir preguntas viables que apoyen esa búsqueda”, cuenta.
Ella, junto a la historiadora argentina Graciela Queirolo, editó el libro “Camino al ejercicio profesional. Trabajo y género en Argentina y Chile (siglos XIX y XX)”, publicado por Ediciones Universidad Alberto Hurtado.Para María Soledad, el gran valor de esta publicación fue haber realizado un trabajo comparativo de investigaciones entre Chile y Argentina en un tema que ha relevado en su trayectoria, que es documentar cómo las mujeres ingresaban al mercado laboral a fines del siglo XIX y comienzos del XX y cómo en ese proceso hubo similitudes y una historia común entre ambos países.
—¿Qué hallazgo trae este libro al presente?
—Uno de los hallazgos es que confirmamos lo que la historiografía mundial ha dicho sobre las mujeres, y es que las más pobres siempre han trabajado. Sobre todo aquellas que no tuvieron un soporte económico masculino, ya fuera un hermano, un padre o un hijo. Las pobres siempre han trabajado. Lo que empezó a cambiar en el siglo XIX de manera importante, en el proceso de la Revolución Industrial en Europa y después en otros países hacia fines del siglo XIX, es que el segmento de aquellas que tenían algún soporte familiar o alguna ayuda son la punta de lanza del cambio del mercado laboral femenino. Pero lo que podemos decir es que el ingreso a las mujeres de clases medias y medias bajas es diverso, está en distintos campos del desarrollo productivo e intelectual y en diversos oficios: sanitarios, letrados o como escritoras y editoras. Y en este último punto hay una novedad, porque sabemos mucho más de las mujeres que eran profesoras y de las que tenían ocupaciones comerciales y burocráticas, pero menos de las que pertenecían al mundo más letrado.
—¿Cómo influyó el dinero en la vida de ellas?
—Cuando uno analiza el impacto del trabajo femenino, y a las mujeres en el mercado laboral, es posible entender el papel transformador del trabajo remunerado en la vida pública y privada de esta población. Las mujeres empiezan a tener voz y lugar, recorren la ciudad, se desplazan —porque el trabajo las saca físicamente del espacio doméstico y cambia su cosmovisión como mujer—, tienen más mundo, nuevas preocupaciones y algo que decir y que les puede interesar más allá de las paredes de la casa.
—En la investigación, ¿qué diferencia patentó entre Chile y Argentina?
—Creo que tenemos procesos comunes y lo que nos diferencia son los volúmenes: Argentina tiene más población que nosotros y tiene, efectivamente, un desarrollo de su clase media un poquito más avanzado, pero tampoco tanto. Aquí ocurrían cosas interesantes y allá también. Por ejemplo, algo que es muy fuerte allá es que la formación para las secretarias y las escuelas parecen ser más numerosas que las nuestras. Esto tiene que ver con que Buenos Aires es más grande y tiene mayor oferta educativa. Entonces creo que lo correcto es decir que nuestro proceso es relativamente parecido, pero de distinto volumen en cuanto a la participación de las mujeres. Y también en cuanto al apoyo estatal a la clase media, que fue más tardío acá.
—¿Cómo logró reconstruir las historias? ¿A qué fuentes recurrió?
—Esa es otra fortaleza del libro: tenemos una revisión de fuentes diversas, un repertorio muy amplio. Cada autora tuvo que buscar en distintas partes: informes ministeriales, archivos de prensa, fotografías, biografías, congresos políticos, congresos de profesionales de enfermeras, sindicatos, asociaciones gremiales. Este libro invita a repensar la premisa de que no se puede hacer la historia de las mujeres porque no están en las fuentes primarias. Los profesores de mi generación como historiadora nos decían que no era posible saber del trabajo femenino porque no había sido registrado y eso no es cierto. Desde el siglo XIX que el Estado encargó la elaboración de censos, que distinguían la distribución sexual de los oficios, entonces sí sabemos. Acá las mujeres sí son fuente, pero hubo que buscarlas.
—¿Qué obstáculos tuvo en esta búsqueda?
—Una dificultad es que las mujeres escriben menos. Pero es porque las mujeres se suman a la cultura escrita más tarde, porque para dedicarse a escribir un libro tienen que tener tiempo y no tienen tiempo. Tampoco terminan la secundaria. No manejan la cultura escrita y no existe quien no deja registro escrito de lo que hace o piensa. Por eso sabemos que no podemos buscarlas como autoras, sino que se cuelan en documentos y en la producción intelectual de los hombres que escriben sobre ellas. No obstante, a mí me gustaría entender ese diagnóstico no como un impedimento o una dificultad, sino como cualidades históricas de la vida femenina que hay que atender para evaluar la presencia de las mujeres en documentos escritos.
—Esta publicación surge en medio de la ola feminista de 2018. ¿Qué significado le da a ese contexto?
—Uno se debe a su contexto. Todo lo que está pasando con los feminismos es inspirador, pero también hay que ser justas en decir que las que trabajamos en este libro, trabajamos en esta historia antes que surgiera con mucha fuerza el feminismo de los últimos cinco años. Estábamos inspiradas por las anteriores feministas y por supuesto por la instalación de la perspectiva de género en el mundo académico. Mi postura era que no se podía seguir pensando en el trabajo como un fenómeno netamente masculino, no solo por una cuestión política o reivindicativa, sino porque es falso. El mundo laboral se ha constituido por hombres y por mujeres y nuestro libro contribuye, modestamente, a entender esto. Es un objetivo académico, sí. Pero también es un objetivo político: no puedes seguir investigando la historia reiterando lo que hasta los 90 se pensaba que era la historia del trabajo como un fenómeno eminentemente masculino: que las organizaciones laborales eran masculinas, que la vanguardia proletaria y los opositores al capitalismo eran hombres, cuando no es cierto porque también había mujeres muy bien organizadas.
—Mujeres trabajadoras, organizadas y autónomas.
—Su autonomía, eso a mí me importa mucho. Soy fiel seguidora de la Virginia Woolf que decía que, si no se tiene dinero en los bolsillos, todos los feminismos son teoría. En el sentido de que si una mujer no genera sus ingresos su dependencia es total. Pero lo que nos enseña este libro es que había más autonomía femenina de la que creíamos. Lo que podemos saber y sí podemos documentar es que las mujeres ingresaban al mercado laboral, recibían salarios y podían tener opciones. Lo que uno logra documentar cuando investiga a las mujeres en la construcción de la vida laboral es que ellas existen y se organizan.
—¿En todos los segmentos?
—A mí me da la impresión de que el mundo que nosotros estudiamos en el libro, en su mayoría, no tenía mucha opción frente a la pobreza. Este Chile y esta Argentina eran muy pobres, entonces estas mujeres son las que pueden salir de la línea de la pobreza, asegurando un salario en un hospital, como profesora o como secretarias, que eran oficios que las separaban de una lavandera o de una costurera, que son las que están en la línea más baja, con los salarios más miserables, y por supuesto de la prostitución que era un oficio juzgado de manera similar al de una lavandera, ambos registrados como los más precarios en el siglo XIX. Una mujer que se convertía en enfermera daba un salto cognitivo y laboral que forma parte de otra estrategia, adquiría otro lenguaje y una organización que inevitablemente tenía efectos y el primero era la autonomía. Por lo menos lo que yo vi en las entrevistas a enfermeras que ejercieron en la década del 50 es que ellas valoraban mucho su trabajo y se sentían profesionales.
—¿Y qué pasaba con la mujer y los cuidados?
—La sociedad ha considerado que natural e históricamente las mujeres están predestinadas y entrenadas para cuidar. Pero paralelo a esa creencia, en el caso de las trabajadoras sanitarias chilenas desde la década del 40, las que se dedicaban al oficio de enfermera tenían que capacitarse, por lo no es tan natural hacerlo bien. Lo que uno ve es que ellas están llamadas a formarse, a calificarse, a entrenarse en congresos y con ellas me refiero a las enfermeras, a las matronas, a las asistentes sociales que demandaban mayores capacitaciones. Parece que no es tan cierto que la sociedad crea que solo por ser mujer basta para ser una buena enfermera. Las mujeres lo hacen bien porque son más empáticas, sin embargo, no es suficiente.
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